La lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y
amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma
dormida del paisaje.
Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito
primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra
viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.
Es la aurora del
fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los
mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de
lo que no se sabe.
La nostalgia terrible de una vida perdida,
el
fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana
imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.
El amor se
despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de
sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las
gotas muertas en los cristales.
Y son las gotas: ojos de infinito que
miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.
Cada gota de lluvia
tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son
poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos
no sabe.
¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia
mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la
verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!
¡Oh lluvia
franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes
manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi
pecho con tus sonidos abres.
El canto primitivo que dices al
silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando
mi corazón desierto
en un negro y profundo pentagrama sin clave.
Mi
alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa
irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me
impide que corra a contemplarte.
¡Oh lluvia silenciosa que los árboles
aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas
nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!
Federico García Lorca
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